La Justicia le ordenó a la Policía que acompañara a una mujer a buscar ropa a lo de su ex. Y el hombre la mató. Tendrán que pagarle $4 millones a sus hijas. Por Rolando Barbano
Mirta Schossler conoció a Daniel Aguirre cuando los dos iban a la primaria en su pueblo, Alba Posse, en el noreste de Misiones. Vivían a sólo unas cuadras de distancia y a muy pocos kilómetros de la frontera con Brasil, entre otros 5.000 habitantes. Eran muy jóvenes cuando se eligieron el uno al otro como pareja. Tanto que, a los 17 años, ella dejó la secundaria para irse a vivir con él.
“Pichona”, le decían. Su apuro estaba dado, también, por la situación que Mirta vivía en su casa: sus padres eran alcohólicos -su mamá moriría en 2003- y su infancia había sido tan áspera como dura.
Pero Aguirre estaba poco y nada en ese nuevo hogar, ya que trabajaba como pintor de postes telefónicos y se la pasaba viajando por toda la provincia. Cuando ella tenía 19 años nació la primera hija de la pareja, pero aún así él se ausentaba sin dejarles plata suficiente para mantenerse, por lo que no les quedaba otra más que irse a lo de algún pariente para poder comer. Tres años más tarde nació su segunda nena, pero el panorama sólo empeoró.
El gran cambio fue la mudanza a Capital Federal. A Aguirre le surgió un trabajo como encargado de un edificio de Barrio Norte y se trasladó con toda la familia, allá por 2005. Tal vez no lo sabían cuando dejaron Misiones, pero el departamento reservado para la portería en la planta baja de Arenales 1594 era menos que pequeño: un ambiente de 2 metros por 2 que pronto quedaría explotado por una mesa, una computadora y una tv; y un entrepiso al que se accedía por una escalera de pintor, donde acumularían una cama matrimonial y una cucheta.
Todo listo para ser escenario de la tragedia.
La relación entre Aguirre y Mirta se desgastó rápido. Él ocupaba gran parte de su tiempo en el edificio, donde lo creían “un tipo divino”, y dedicaba buena cantidad de horas al gimnasio donde hacía taekwondo. Ella se repartía entre limpiar la casa, cocinar, llevar a las nenas a la escuela y no mucho más, ya que su marido no quería que trabajara. No era éste el único maltrato al que la sometía: hacia los últimos días, sus familiares más cercanos comenzaron a tener noticias de violencia física.
Tiempo después, ya demasiado tarde, su hermana Carina revelaría que Aguirre empezó a darle “palizas” cuando nació su primera hija. En el sumario judicial diría incluso que había llegado a quemarle los genitales con sahumerios. Su abuela Josefa agregaría que, un año antes del asesinato, Mirta viajó a Misiones y le contó que su marido “la maltrataba”. Y la tía Ana María recordaría: “Ella me dijo que Daniel era un hijo de puta, que no lo aguantaba más. Otra vez me mandó un mensaje diciéndome que él llevaba a otras mujeres a la casa y luego la castigaba”.
La hermana de Aguirre, Claudia, completaría el cuadro. “Él era muy celoso, no quería que ella saliera sola o trabajara en otro lugar. La última vez que lo llamé estaba nervioso”, explicaría.
“Él siempre decía que sin ella no podía vivir”.
“Una vez”, sumaría la tía Ana María, “Mirta le dijo a su hermano que si lo dejaba a Daniel él la iba a matar. Pero después nos decía que sí, que estaba dispuesta a separarse”.
Antes de que todo eso se supiera fuera del círculo familiar, Ana María se enteró de que la pareja había llegado a un final. “Hola tía, ¿cómo andan? Le cuento que me separé”, le escribió Mirta por celular. El lunes 15 de febrero de 2010, la mujer había dejado la casa y se había llevado a las nenas, de 8 y 11 años. Sólo tenían lo puesto.
Nunca quedaría claro qué hecho puntual la animó a dar ese paso. Aguirre diría que su mujer había cobrado un seguro de vida de 300.000 pesos por su padre -muerto unos meses antes- y que lo había dejado para no compartir el dinero. Pero la familia de ella desmentiría la mera existencia de esa póliza. Lo que sí es una certeza es el apuro: Mirta no tenía siquiera adonde irse a vivir, ya que su hermana Carina estaba de vacaciones y recién volvería el jueves 18, por lo que tuvo que pedirle refugio a unos amigos.
El día después de dejar a su marido, el martes 16, Mirta fue a la Oficina de Violencia Familiar de la Corte Suprema y lo denunció. Una especialista la entrevistó y catalogó el caso como de “alto riesgo psicofísico”.
La causa cayó en el Juzgado Civil N°9, que ordenó una prohibición para que el encargado se acercara a menos de 200 metros de la mujer o de sus hijas. También le fijaron una cuota alimentaria de 1.000 pesos y lo citaron a una audiencia.
Un policía de la comisaría 17° le llevó la notificación y la citación. Él se quejó de que su mujer no le respondía los mensajes de texto.
A su hermano le confesaría, en cambio, que quería matarla y suicidarse.
El jueves 18 Carina volvió de vacaciones y las cosas parecieron mejorar para Mirta y sus hijas, ya que se mudaron a su casa. Igual tenían una urgencia muy marcada: carecían de ropa, por lo que la mujer le pidió a la Justicia que le facilitara la forma de ir a buscarla.
Andá tranquila, le dijeron.
Aguirre, mientras, sumaba obsesión y violencia, todo vestido de falso romanticismo. En un block que sería hallado cuando ya no importaba, escribió la letra completa de la canción “No me quites la ilusión”, del chileno Alberto Plaza. “Y si ya no me quieres/ no me lo digas (...) Que este amor no muere todavía (...) No pierdo la ilusión/ de estar nuevamente entre tus brazos/ no me canso de esperarte”.
El juzgado resolvió que Mirta fuera al departamento de la calle Arenales acompañada por la Policía. Por eso, en la mañana del 22 de febrero, la mujer fue con su hermana Carina a la comisaría 17°, donde subieron a un patrullero en el que el cabo Cristian Corvalán y el sargento Juan Leiva las llevaron a la casa.
Cuando llegaron, Aguirre estaba limpiando los vidrios de la puerta. El sargento Leiva escoltó a las mujeres al departamento y el cabo Corvalán se quedó al volante del móvil. Entraron a la casa y Mirta agarró las mochilas escolares de sus hijas, que habían quedado tiradas en el comedor. Luego subió por la escalera hasta el entrepiso para recoger algo de ropa.
Un instante después estaba muerta.
Aguirre aprovechó que el policía Leiva le dio la espalda para ponerse a rellenar un acta y trepó por la escalera, sacó una navaja y degolló a Mirta. La mujer tenía 31 años.
Cuando el cabo se dio cuenta y se le tiró encima, lo alejó con otro navajazo, que lo hirió. Enseguida, el asesino se cortó el cuello, para caer muerto junto a su víctima. Tenía 35 años.
Un asesinato y un suicidio delante de los propios ojos de los agentes a los que la Justicia les había encomendado evitarlos.
Menos de un año después, la Justicia en lo Contencioso Administrativo recibió una demanda contra los policías y el Estado por la “falta de servicio” en la que habían incurrido. El reclamo era a nombre de las hijas de la pareja.
La Justicia de primera instancia les dio la razón a las nenas, pero sus abogados consideraron exiguos los montos, apelaron y la causa llegó a la Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal, que se acaba de expedir.
Los camaristas consideraron probado que Mirta y sus hijas“experimentaron situaciones de violencia doméstica, plasmada en abusos psicológicos y físicos por parte del señor Aguirre”. Describieron cómo se llegó al momento del crimen y consideraron que el motivo de la demanda era la “actuación deficiente por parte del personal policial que intervino en el cumplimiento de la orden de la Justicia” a través de la “impericia y actitud pasiva del oficial Leiva”.
Los jueces sopesaron la defensa de los acusados, quien sostuvieron que “no resultan responsables del contexto de violencia doméstica de la familia” y resaltaron que “el señor Aguirre mostró el día de los hechos una actitud que no hacía suponer el desenlace fatal”, al que definieron como “imprevisible, inevitable e irresistible”.
Los argumentos de los imputados no convencieron a los camaristas, quienes dieron por probado que los policías sabían de lo riesgoso que era permitirle a Aguirre acercarse a Mirta ya que previamente le habían llevado la notificación de la orden de restricción, pese a lo cual“negaron y minimizaron el riesgo”.
“El Estado, por medio de sus agentes, debe desplegar una conducta en función de deberes legales (...) Aquí resulta por demás manifiesta la falta de cumplimiento de deberes de protección de la víctima”, escribieron los camaristas. “El riesgo de que Aguirre ejerciera violencia de género quedó dictaminado por la autoridad (...) lo cual es sobrado elemento para que el Estado tuviera conocimiento de un riesgo concreto y particularizado sobre la señora Schossler, pudiéndose preverlo, prevenirlo y, en definitiva, atenderlo”.
Nada de eso se hizo.
“Existía una situación de riesgo real que amenazaba a la señora Schossler y sus hijas (...) el Estado conocía concretamente el riesgo(...) y el Estado pudo prevenir o evitar la materialización del riesgo, puesto que tenía a su disposición los medios para que la situación que se desencadenó fuera evitada”. Por eso, dijeron, “el Estado nacional es responsable principal y directo en lo que concierne a la falta de servicio que hizo posible el fallecimiento de la señora Schossler”.
En cuanto a los montos de las indemnizaciones, los jueces evaluaron el “daño psíquico” que sufrieron las nenas, que les provocó distintos grados de incapacidad; el costo de los tratamientos psicológicos; el “valor vida” por futuros ingresos de la víctima -en primera instancia esto se había descartado porque sólo era ama de casa, cosa que corrigieron-; y el “daño moral”. Por todo esto, le concedieron 1.903.607 pesos a una de las chicas y 1.801.257 a la otra. Casi4.000.000 de pesos para intentar reparar una pérdidairreparable.